(Bueno, en realidad, desde Portugalete, pero esta es “una
licencia poética”…)
Mi madre nació en Portugalete, y aunque se marchó de allí
cuando acababa de cumplir los 4 años, le gusta que vayamos de vez en cuando.
Estos días que todos necesitamos una inyección de optimismo (y ella aún más)
hemos pensado hacer una miniescapada (solamente 2 días) a la tierra que la vio
nacer.
Mis hijos están acostumbrados a viajar y no suelen dar guerra
porque les gusta incluso hacer viajes bastante largos pero en la hora y media
que nos ha costado ir desde casa hasta Portu, Ilia se ha mareado, hemos tenido
que parar en una gasolinera (que olía a pescao y a muerto, según Irai) porque
él se moría de ganas de hacer pis y, finalmente, nos ha parado la guardia civil
para preguntarnos si Iruña llevaba puesto
el cinturón de seguridad… 4 de cada 10 navarros han viajado en estas
vacaciones y seguro que ninguno ha tenido que hacer tantas paradas como
nosotros.
Llegamos a Portugalete a las 11 y 30 y, como siempre que
organizas este tipo de cosas con la familia, llovía como si una ciclogénesis
explosiva se hubiera unido a la excursión. A mi madre no le ha parecido razón suficiente como para anular su idea de montarse en el bote que une Portugalete y Las Arenas (donde yo veo nauseas y pies
mojados, ella ve aventura marinera). Así que, menos Ion y yo que hemos ido en la
barquilla del puente colgante, los demás han navegado la ría armados con los
paraguas. Queríamos volver paseando por encima del Puente, pero si hasta los
días de verano hace viento allí arriba…
No me ha costado demasiado convencerles: con gritar que el
último moco verde y se queda sin rabas en el restaurante del Hotel Puente
Colgante, me han seguido todos… Tengo que reconocer que les gustan porque son crujientes, perfectas,
de las que ya no se hacen…
El Polvorilla estaba cerrado, así que nos hemos
quedado sin comer caracolillos (de pequeña mi madre me los compraba en un cono
de papel, como si fueran pipas, o churros). Y hemos cerrado aperitivo en el bar
de “Mary, la churrera” que ya no es lo que era. De ahí, a comer al restaurante
Nautico, que aunque está en las piscinas, tiene buena comida y unas vistas de
la ria, el espigón y el puente verdaderamente inmejorables. Ilia nos ha estado
tocando el piano durante la comida y después de un verdejo ecológico para
quitarse el sombrero, por fin ha salido el sol.
El otro día y medio lo hemos pasado en Bilbao. Es una ciudad
que ha cambiado mucho en los últimos años. Cuando yo era pequeña siempre se
hablaba de ella como de una ciudad fea, gris, industrial. La llegada del Guggenheim
supuso un revulsivo y hoy en día es una ciudad moderna, bonita y con mucha luz.
La zona recuperada a la Ría a mí me recuerda bastante a Barcelona, cosmopolita,
verde, fresca, natural…
Me gusta especialmente el Parque de Doña Casilda, pasear
alrededor del Guggenheim, los pintxos en cualquier bar, tomar algo en una
terraza mientras toca una banda de jazz y visitar el Museo de Bellas Artes,
aunque sea aterrorizada con la posibilidad de que Irai haga de un Goya tres o
cuatro Zuloagas. Tienen unas audioguías que se llaman ContARTE que les explican
a los niños algunos de los cuadros en forma de cuento. La única manera de
tenerles calmados durante la visita. Un punto a su favor, indudablemente.
Para terminar ejerciendo de guiris, por supuesto, un
menú en el Café Iruña y una vuelta en el tranvía. Dos tópicos, sí; pero
entretenidos. Y con niños eso es lo único importante.
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